La mayor parte de las personas que se acercan a nuestras consultas llegan con padecimientos ligados al amor: el dolor por una ruptura, por un desencuentro o por un abandono.
Algunas veces el dolor es tan agudo que se puede percibir el efecto de muralla frente a la locura que dicho dolor desempeña. El trabajo que realizamos los psicoanalistas tiene que ver con acoger ese sufrimiento, armonizar con él y volverlo asimilable a través del recurso de las palabras que lo transforman en un dolor simbolizado.
No se trata de interpretarlo, ni de consolar, ni de aconsejar, tiene que ver con acompañar en la espera de que el tiempo y la palabra lo desgasten.
El dolor psíquico es un dolor de separación. A través de sucesivas separaciones vamos madurando y creciendo a lo largo de nuestra vida.
Si dichas separaciones vienen en una medida adecuada a nuestro momento vital el resultado es positivo, aunque cause dolor. Pero cuando la separación es pérdida de alguien o de algo a lo que estamos íntimamente ligados las consecuencias pueden ser muy diferentes.
La muerte de un ser querido es la pérdida más ilustrativa para entender los mecanismos que caracterizan al dolor mental. Sin embargo un abandono, cuando alguien nos retira su amor, la mutilación de una parte de nuestro cuerpo, o la pérdida de algo valioso en nuestra vida tiene las mismas características.
Es indudable que detrás del dolor siempre hay un fondo de amor, algo a lo que estamos apegados y amamos. Por eso podemos decir que el dolor psíquico es en definitiva un dolor de amor.
Dolor físico y dolor psíquico
El dolor físico se localiza en el cuerpo y es causado por una herida en la carne. El dolor psíquico por el contrario se localiza en el vínculo entre el que ama y su objeto amado.
Es la ruptura del vínculo lo que genera dolor.La ruptura de un vínculo amoroso genera un impacto semejante al que provoca una violenta agresión física. Tiene un efecto traumático.
Por lo tanto cuanto más se ama, más se puede sufrir. De ahí la dificultad para amar de muchas personas que se defienden poderosamente frente a la posibilidad de sufrir.
Cuando se produce la pérdida de un ser querido se concentra toda la energía del yo en la representación psíquica del ser perdido, con el consiguiente agotamiento que ello provoca.
El yo se esfuerza por mantener viva la imagen mental de la persona desaparecida. El sujeto se confunde casi totalmente con esa imagen que ya no está y eso atrae toda la energía dejando exhausto al sujeto y sin energía para otras representaciones.
La consecuencia a veces es una inhibición y paralización además del agotamiento. En esta situación es preciso un trabajo de duelo que produce el movimiento inverso: poco a poco la energía se retira de la representación del objeto amado y se puede ir orientando hacia otros intereses.
En el caso de que este trabajo de duelo no se realice el yo se queda como congelado y el duelo se eterniza, se hace crónico y el sujeto puede quedar paralizado muchos años o toda la vida.
A veces en la consulta encontramos duelos sin realizar después de muchos años desde que se produjo la pérdida y llama poderosamente la atención la carga emocional con la que ese sujeto habla después de tantos años.
Lo que causa dolor no es la pérdida del amado, sino continuar amándolo más que nunca cuando lo sabemos perdido sin remedio.
Ese abismo entre la presencia viva del otro en mí y su ausencia real es tan insoportable que a veces en vez de atemperar nuestro amor negamos la ausencia.
La negación de la pérdida
Esa negación de la pérdida puede poner al sujeto al borde de la locura. Negar la pérdida aboca a la locura pero calma el dolor.
Así, alguien puede oír los pasos del familiar que ha muerto o verlo en su lugar habitual. En estos casos el amor sobrepasa a la razón y crea una realidad alucinada.
Es algo similar a lo que puede experimentar alguien a quien se le ha amputado un miembro de su cuerpo y continúa teniendo sensaciones.
Nos podemos preguntar qué representa en nuestro psiquismo ese ser amado cuya pérdida provoca tanto impacto y dolor, qué clase de vínculo es ese que cuando se rompe causa tanto daño.
¿Cuáles son los seres que consideramos irreemplazables y cuya pérdida provoca dolor? ¿Qué lugar ocupa en nuestro psiquismo esa persona?
Para responder a estas preguntas es preciso pensar cómo funciona el psiquismo. El deseo es una tensión ardiente, incluso desagradable que tiende al logro del placer absoluto, es decir a la descarga total. Generalmente permanecemos en un estado tolerable de insatisfacción, de un deseo que nunca se realiza totalmente.
A lo largo de nuestra vida permanecemos en un estado de falta que es síntoma de vida porque impulsa el deseo. Si la insatisfacción es viva pero soportable el deseo continúa activo y el sistema psíquico permanece estable. Pero si la satisfacción es demasiado intensa o la insatisfacción demasiado penosa sobreviene el dolor.
Por lo tanto para conservar la consistencia psíquica es vital experimentar determinado nivel de insatisfacción.
El ser amado
Aquí es donde interviene el ser amado, porque él desempeña el papel de ser el objeto insatisfactorio de mi deseo y por lo tanto el que lo organiza.
Por lo tanto el ser amado es quien nos aporta placer y satisface nuestro deseo pero a nivel inconsciente es quién nos asegura la coherencia psíquica a partir de la insatisfacción y no tanto en virtud de la satisfacción.
Nuestra pareja nos insatisface porque al mismo tiempo que excita nuestro deseo no puede y no quiere satisfacernos totalmente. Como humano no puede y como neurótico no quiere.
¿Qué perdemos cuando perdemos al ser amado?
En “Duelo y melancolía” Freud dice “El doliente sabe a quién ha perdido pero no sabe que perdió al perder al amado”.
El amado es una persona concreta pero sobre todo es esa parte ignorada e inconsciente de nosotros mismos que se derrumba si esa persona desaparece.
Porque a través del amor transformamos al otro exterior en un doble interno.
Nota: Estas reflexiones proceden del trabajo de J. D. Nasio titulado “El dolor de amar” y nos serán de utilidad tanto para comprender el dolor de otros como el nuestro.