Habíamos hablado de la importancia que tiene para que una madre sea lo “suficientemente buena”, según el concepto de Winnicott, que dicha madre no esté absolutamente entregada a su hijo, que la maternidad no anule a la mujer y que sus deseos como mujer se mantengan vivos. Es necesario que esa madre tenga intereses que estén más allá de su hijo y que no esté absolutamente volcada en él.
La madre deberá ir graduando progresivamente, a medida que el niño crece, la proporción entre presencia y ausencia en la vida de su hijo. Si la presencia de la madre es excesiva se puede poner en riesgo el acceso del niño a la simbolización y a la creatividad. Muchos problemas de lenguaje e incluso el no acceso al habla pueden tener que ver con esta falta de proporción adecuada entre presencia y ausencia materna. Si por el contrario la ausencia es excesiva el sentimiento que se produce en el niño es de desamparo y abandono y la función de sostén de la vida que debe ejercer la madre evidentemente no se produce.
Es sabido que la experiencia de maternidad no siempre va unida a sentimientos de plenitud y de alegría, aunque a menudo se pretende hacer creer lo contrario. La futura madre se puede ver invadida por vivencias de angustia, por fantasías de catástrofe en relación al niño o por temores ligados a deformaciones y monstruosidad. Eros y Tánatos siempre van unidos, la aparición de la vida siempre viene acompañada de fantasmas de muerte. El análisis de los sueños de mujeres embarazadas, habla en la clínica de estas angustias que pueden acabar ensombreciendo la alegría de la maternidad por el temor a la pérdida y a la catástrofe.
Estas angustias crecen si la madre está sola, por eso es importante que el acontecimiento de la generación sea cosa de dos. Es precisa la existencia de un tercero que se haga cargo de esta sombra mortífera que planea sobre la madre.
Generalmente es el padre quien realiza esta labor cargando sobre sus espaldas la angustia que experimenta la madre. Por ello el padre ha de ser capaz de soportar la soledad y la inevitable exclusión que siente ante los cuerpos enlazados de madre e hijo durante el embarazo. Debe aportar una presencia que acompañe sin dirigir y debe ser capaz de cargar con el fantasma de la muerte para alejarlo de la madre y del hijo y así preservar el momento del nacimiento.
Si la concepción alimenta un estado de euforia narcisista, nos recuerda G. Lemoine, después del parto la tendencia más común es la aparición de vivencias depresivas. Es la primera experiencia de pérdida, los cuerpos ya no están en continuidad.
El niño puede ser percibido como algo amenazante para el equilibrio de la madre. El niño es un cuerpo que se estira, grita, llora, reclama; es alguien difícil de manejar que se escapa al control y la madre puede sentir que no sabe qué hacer.
Es entonces cuando surge la pregunta generadora de angustia por excelencia “¿Qué me quiere?”.
La madre se pregunta “¿Qué más quiere de mí?” y en este caso es el niño el que se convierte en el objeto que produce la angustia en la madre y el deseo de maternidad puede dar lugar al rechazo de la maternidad.
El hijo real nunca coincide con el hijo que se había imaginado. El hijo nunca es el hijo ideal y perfecto que se deseaba y esto puede dificultar su aceptación por parte de la madre. Muchas de las llamadas depresiones post-parto tienen que ver con este rechazo del niño real no coincidente con el hijo imaginado.
Hay casos en los que pueden surgir cuadros más graves como la psicosis. El impulso al asesinato del hijo es la respuesta extrema. En estos casos el hijo ya no es el objeto que completa a la madre y la llena de alegría sino todo lo contrario y la angustia se agrava. No es casualidad que los síntomas de los niños revelen siempre una profunda conexión con la angustia materna.
La tesis de Lacan es que en el inconsciente de toda madre, en la estructura misma de su deseo reside un indomable impulso a fagocitar lo que ha sido generado. Por eso, cuando no existe la suficiente distancia entre la madre y la mujer, la madre y el niño se confunden y se anulan recíprocamente dando lugar a una simbiosis mortífera cargada de odio y violencia.
El desequilibrio de la relación madre hijo confiere a la madre un poder sin límites. Esto produce el riesgo de que la madre pueda pensarse propietaria del hijo. En estos casos el hijo puede realizar diferentes maniobras para intentar perforar esta omnipotencia tratando de provocar que la madre se ausente. Es el sentido de muchas rabietas infantiles, con las que el niño está tratando de producir un espacio a sus peculiaridades.
Puede ser el caso también del rechazo a los alimentos con el que el niño hace intentos de escapar de las garras de la madre omnipotente.